sábado, enero 10, 2009

Cincuenta años después

(Tercera y última parte)

En la cima del cerro El Vigía de Coquimbo, a 157 metros sobre el nivel del mar, se eleva la gigantesca Cruz del Tercer Milenio, desde cuyos miradores, en ambos brazos disfruté de una vista espectacular, en 360 grados.
En la tercera parte de mi viaje, conocí y me maravillé con la mezquita de Coquimbo, subí a los brazos de la Cruz del Tercer Milenio, desde donde disfruté de una vista espectacular en 360 grados, y visité la casa museo del ex presidente Gabriel González Videla, en La Serena. Constaté, con agrado, que la moderna edificación de la urbe no ha conseguido competir con éxito con su antigua y hermosa arquitectura, con reminiscencias coloniales. La zona céntrica del puerto ha experimentado cambios de diversa índole en los últimos cincuenta años: Ya no corre el tren por la calle principal, Aldunate, un domo museo que contiene piezas arqueológicas de la cultura Ánimas se levanta en una plaza y muchos balcones y paseos han sido adornados con simpáticas figuras humanas.
El tren que corría a lo largo de la céntrica calle Aldunate permanece ahora detenido en la estación del recuerdo, de los coquimbanos adultos.
En la tarde del martes 2 de diciembre, fui al lugar donde viví el 5 de octubre de 1958, cuando llegué por primera vez a esa ciudad. La residencial La Portada, ya no existe. En José Manuel Balmaceda 1091, funciona ahora un centro médico. Estaba situada a pocos metros del estadio de ese mismo nombre.
¿Por qué La Portada? En las postrimerías del siglo XVII, los piratas Bartolomé Sharp y Edward Davis, en 1680 y 1686, respectivamente, aterrorizaron a la población en tal medida que los vecinos exigieron a las autoridades que la trasladaran a los llanos de Tuquí, en el actual asiento de Ovalle. Pero, la idea no prosperó y la urbe fue amurallada en su lado sur. Por el Este la protegía el fuerte situado en el cerro Santa Lucía y por el Norte, el río Elqui. La puerta que permitía franquear el muro, levantado en 1700, estaba en la intersección de las actuales arterias Balmaceda y Domingo Amunátegui Solar. La frase coloquial “llegó charqui -deformación del apellido Sharp- a Coquimbo” tiene su origen en las desastrosas visitas que el filibustero hizo a la zona, como el incendio de La Serena, incluida su catedral.














La moderna edificación no ha conseguido competir con la hermosa arquitectura tradicional de La Serena. Abajo, el edificio de los Tribunales de Justicia, situado frente a la plaza de armas.

En la tibia tarde de ese martes, recorrí una parte de la avenida Francisco de Aguirre, donde contemplé, una vez más, sus variadas estatuas que la convierten en un verdadero museo de arte extendido por varias cuadras de la amplia arteria, y la plaza de armas, en cuyo corazón sobresale la pila que esculpiera el artista Samuel Román.

En el centro de la plaza de armas, trazada en 1549, se ubica una hermosa fuente que el artista Samuel Román esculpió en piedra, durante los primeros años del Plan Serena.
Luego disfruté de la belleza arquitectónica de los principales edificios públicos y privados, visité las iglesias y La Recova, el interesante mercado artesanal, donde el visitante encuentra exquisitos dulces preparados con papayas, higos y otros frutos secos, artesanía, etc. El centro de abastecimiento recibe ese nombre, porque su construcción tiene numerosos arcos, de acuerdo con los cánones coloniales de la época de su construcción. Se lo fundó a fines de siglo XVIII, para que los comerciantes pudieran reunirse allí y abastecer a la ciudad de variados productos. El actual fue remodelado y reabierto al público el 26 de agosto de 1981, en el mismo lugar donde funcionó el primero, en Cienfuegos con Arturo Prat.










La Recova recibe ese nombre por los numerosos arcos que predominan en su construcción.



Al visitar el museo de la catedral y otras iglesias serenenses recordé que durante mi primera visita, las campanas de esos templos, situados en el centro, llamaban a los fieles a rezar por la salud del Papa Pío XII, Eugenio Pacelli, quien falleció el 9 de octubre de 1958, en el palacio de Castel Gandolfo, en Italia. Su agonía y deceso conmovieron a la población, en su mayoría profundamente católica.















En la fotografía, algunas de las pertenencias del ex presidente Gabriel González Videla. Abajo, una caricatura publicada en la revista Topaze, hecha por Pepo, el creador de Condorito.


Ahora, el miércoles 3, visité el interesante museo histórico Gabriel González Videla, que funciona en la casa de dos pisos, construida en adobe, en la que él y su familia vivieron entre 1927 y 1973. Me reencontré con las imágenes del ex mandatario que yo había visto en los diarios y revistas cuando era niño. Las inolvidables caricaturas de la revista Topaze, especialmente la titulada “Don Gabito”, dibujada por Pepo, que todas las semanas nos hacían sonreír. En el sitio conocí numerosos objetos, documentos y fotografías personales de la familia González-Marckmann.


La llamada “Mezquita de Coquimbo” se emplaza en la cumbre del Cerro Dominante, a 110 metros sobre el nivel del mar. Su minarete tiene 36 metros de altura.


El jueves, fui a conocer la mayor mezquita que se haya construido en Chile. Al acercarme al cerro Villa Dominante en cuya cima fue levantada, una trabajadora de la Municipalidad de Coquimbo, la señora Leticia, tomecina, radicada desde hace unos años en ese puerto nortino, descendió las escalas alfombradas y me invitó a subir y a entrar al Centro Cultural Islámico Mohammed VI de Diálogo de las Civilizaciones. Me instruyó que me quitara los zapatos antes de penetrar en el recinto y ella hizo otro tanto. El alhajamiento interior es de impresionante belleza.










Artesanos marroquíes adornaron el hermoso edificio de la mezquita, dirigidos por el arquitecto Faisal Cherradi.


Artesanos marroquíes instalaron los mosaicos multicolores, los cristales de las ventanas en forma de vela, las puertas adornadas por hermosos arabescos; complejos y delicados decorados en yeso, madera de cedro labrada y cerámica y una estructura de cielo con las representaciones religiosas del Islam. Su monarca donó 350 mil dólares para financiar la obra que es una réplica a escala de la mezquita Kutubiyya, en Marrakech (Marruecos).
Vista parcial de la gran Cruz del Tercer Milenio, en el cerro El Vigía de Coquimbo. La gran obra se construyó para conmemorar los dos mil años del nacimiento de Jesús.
Enseguida, me dirigí hacia la Cruz del Tercer Milenio, situada sobre el cerro El Vigía, a más de 157 metros sobre el nivel del mar. Es la más alta obra levantada en Suramérica para conmemorar los dos mil años del nacimiento de Jesús. El vehículo me dejó a un par de cuadras más abajo. Inmediatamente, algunas personas mayores, habitantes del lugar me advirtieron que me cuidara de los asaltantes que suelen atacar a los extraños. Es curioso como los vecinos reconocen a los forasteros y están atentos para alertarlo de los peligros. Me arriesgué, seguí mi ascenso. Aceleré el tranco para acercarme a otros peregrinos que me precedían. Al llegar al santuario sentí la impresión que suscita la gigantesca construcción. Tras pagar mi entrada subí, en dos ascensores, hasta los brazos de la gran cruz.


Desde los miradores situados en uno de los brazos de la Gran Cruz del Tercer Milenio se observan a la distancia, la mezquita de Coquimbo y el nuevo estadio mundialista Francisco Sánchez Rumoroso.

En su interior, forman un pasillo rodeado de miradores a través de los cuales se contempla un espléndido panorama conformado por la ciudad de Coquimbo, abajo, la bahía, el Océano Pacífico, la mezquita, la bahía de Guayacán, y, en la distancia, La Serena. A esa hora, 17.00, aproximadamente, la visibilidad era muy buena.
En el interior de los brazos hay dos salas en las que se exhiben los bustos de los arzobispos chilenos del siglo XX y los de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI. Después de descender, rayando la hora de cierre, visité el museo y la Iglesia situada bajo la cruz, en cuya construcción trabajaron más de 600 personas. En la obra, la divinidad está expresada en el triángulo equilátero de la base de la Cruz, donde emergen imponentes las tres columnas de la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Bajo el trípode, que representa la Santísima Trinidad, están la plaza cultural y la capilla mayor. El monumento tiene diversos signos cristianos. Estos son: Diez columnas que representan los 10 Mandamientos; doce pilares que se inclinan ante la cruz bajo la huella de los apóstoles y cuatro columnas al interior de la Capilla Mayor, representan a los evangelistas.














Este domo, situado en el centro de una plaza del puerto, es un museo de sitio levantado en el lugar en que fueron hallados restos humanos durante una excavación. Pertenecen a la cultura Ánimas que pobló ese lugar entre los años 900 y 1200 de nuestra era.


Enseguida descendí en un taxi hasta la calle Aldunate y recorrí gran parte del centro comercial del puerto antes de regresar, ya de noche, a La Serena. El viernes, me preparaba para viajar a Andacollo cuando recibí una llamada telefónica inesperada y tuve que regresar inmediatamente a Concepción, a donde arribé a las 23.20 horas. En estos instantes, pensé que la luna creciente debería estar mirándose en las aguas quietas de la bahía, allá en Coquimbo.
El edificio de la casa comercial La Elegante, en calle Aldunate, en Coquimbo, en el atardecer del jueves 4 de diciembre.

lunes, diciembre 29, 2008

Cincuenta años después

(Segunda parte)
El kiosco de la plaza de armas es único en Chile por su forma, semejante a un trébol de cuatro hojas, de la suerte.

En la calurosa tarde del sábado, minutos después de haberme instalado en el hotel Roxy, salí a recorrer las calles del centro de Ovalle. Una abigarrada multitud se desplazaba por el paseo peatonal Vicuña Mackenna hacia la Plaza de Armas donde, momentos más tarde, se realizaría el show de cierre de la Teletón, con la presentación de conjuntos de danza folklóricos y otros. Frente al kiosco, un grupo de niños campesinos observa asombrado los chorros de agua que brotan de un surtidor. Adquieren distintas formas, iluminados por cambiantes luces de colores desde la base de la pila. Regreso a mi alojamiento, situado a una cuadra y media, y paso revista a este nuevo tramo de mi gira, donde encontré una ciudad moderna, en la que coexisten sus características de una urbe comercial y rural.












Los rieles, extendidos a lo largo del país, esperan la resurrección de los trenes, muertos desaparecidos.

Durante mi viaje desde Illapel, en la hora de la siesta, el sol pintaba colores vivos en las viñas, en los huertos y en los disímiles árboles cargados de frutos multicolores, en los predios que rodeaban la ruta. El bus superaba los límites de velocidad y se mantenía, por milagro, dentro de la vía en las cerradas curvas y pronunciadas cuestas que caracterizan a la carretera que une a esa ciudad con Ovalle. A pocos metros de la carretera, se extienden muy cerca el uno del otro, en trocha angosta, los rieles paralelos. Sobre ellos, los trenes iban y venían, en un quehacer que, se creía, se mantendría para siempre. Entonces, nadie pudo imaginar que gobiernos y funcionarios corruptos aniquilarían los ferrocarriles, en el país que primero los tuvo, en Suramérica.










El Santuario de Laura Vicuña, se ve como una pirámide abierta, situada junto a un árbol solitario.


Un poco antes de subir la Cuesta de la Viuda, el viajero ve a su derecha el Santuario de Laura Vicuña, como una pirámide abierta, situada junto a un árbol solitario. Y, más arriba, una cruz blanca corona un cerro, habitado sólo por plateados cactus. Tras cruzar un túnel caminero, la luz le muestra un espléndido panorama. Enseguida, el bus desciende hasta la localidad de Combarbalá, famosa por su artesanía en piedra de combarbalita.
Luego, el tranque Cogotí y el embalse La Paloma quedan atrás, gigantescos espejos de agua en los que el cielo azul se refleja en toda su magnificencia. Allá lejos, engarzados en las laderas de los cerros pelados, los gigantescos polígonos verdes de las viñas sobresalen en el árido paisaje.









Engarzados en las laderas de los cerros pelados, los gigantescos polígonos verdes de las viñas sobresalen en el árido paisaje.


En pocos minutos, he llegado a Ovalle, la ciudad huasa del norte chico. Tal como ocurrió el 15 de septiembre de 1958, cuando la visité, por primera vez, me ha impresionado por su ancha alameda, de sólo cinco cuadras de longitud; su ex estación ferroviaria, ahora el museo arqueológico y, su plaza de armas, donde su kiosco con la forma de un trébol de la suerte, de cuatro hojas, preside numerosos elementos de ornamentación. Lo construyó, en 1952, el arquitecto Oscar Mac-Clure Álamo para reemplazar la antigua glorieta de madera donde se presentaban las retretas y se realizaban diversos actos artísticos, por éste más sólido, hecho en hormigón armado. También se destaca la hermosa pileta central de la que cristalinos chorros de agua se elevan desde cuatro surtidores y refrescan el aire tibio de la tarde. La rodean floridos jacarandás, hibiscos y centenarias palmeras canarias, Phoenix.
Cristalinos chorros de agua se elevan desde cuatro surtidores de la hermosa pileta ubicada en el corazón de la plaza.
En el plano económico, Ovalle vive de los servicios y el comercio. También, de la agricultura y la ganadería caprina. En sus campos feraces, situados en el valle del Limarí, los agricultores cultivan paltos, vides pisqueras, olivos, alcachofas, y otros productos. Los ovallinos tienen una clara raigambre campesina limarina. Muchos conservan en su lenguaje familiar términos como “agora”, “mesmo”, “naiden”, heredados de sus antepasados españoles.
El interesante Museo del Limarí, funciona en el edificio de la antigua estación de Ferrocarriles.
El domingo, visité el interesante Museo del Limarí, que funciona en el edificio de la antigua estación de Ferrocarriles. En sus vitrinas exhibe más de 700 valiosas piezas del patrimonio arqueológico prehispánico, encontradas en la ciudad y en sus inmediaciones. La mayoría, en cerámica, pertenece a la cultura Diaguita, que pobló la región entre el 1000 y el 1536 después de Cristo. La muestra se caracteriza también por la extensa y didáctica información que proporciona al público.
En las laderas que rodean el valle El Encanto, agricultores cultivan viñas, paltos, chirimoyos y otros árboles frutales.
Hace 50 años, en mi primera tarde de domingo, subí a una colina, situada en el norte de la ciudad, donde se levantaba sólo el Colegio Amalia Errázuriz, para contemplar la ciudad entera. Hoy, la villa El Ingenio, formada por centenares de hermosas construcciones habitadas por familias de la clase media, ocupa los predios que antes fueron sólo campos llenos de arbustos. En las laderas del otro lado del valle El Encanto, agricultores trabajan en viñas, paltos, chirimoyos y otros árboles frutales. Largos tabiques de arpillera atrapan la camanchaca (la densa niebla matutina). Su agua es usada para regar las plantas. También, protegen las flores de los efectos negativos del viento y la arena. Esa tarde, recorrí la ciudad hasta que el sol noviembrino encendió los cirros, antes de ponerse en dirección al mar y la noche prendió sus primeras estrellas.





En el cementerio, la mayoría de las tumbas está protegida por rejas de fierro






Durante mi primer viaje a Ovalle, viví hasta el 5 de octubre en el hotel Buenos Aires, de don Andrés Panópulos, en calle Libertad 126, frente al establecimiento donde alojé ahora. El lunes, concurrí al cementerio para visitar su tumba. La dirección del camposanto carecía de información y voluntad para guiar al visitante hasta el lugar donde yacían los restos del conocido vecino ovallino. Frente a esa situación, recorrí la ciudad de los difuntos, hasta que ubiqué el nicho, donde descansan sus restos. Allí, la mayoría de las tumbas está protegida por rejas de fierro, para evitar que los delincuentes sustraigan las lápidas de mármol, los adornos y las flores que venden en el mercado reducidor. ¡Ni los muertos se escapan!, comentó un panteonero.









Una vivienda mantiene la fachada de la construcción de adobe derribada por el terremoto.



Al revés de Illapel, Ovalle mantiene gran parte de las construcciones típicas que la caracterizaban antes del terremoto que a las 12.37 del 28 de marzo de 1965 sacudió a la región de Coquimbo. Una vivienda situada en Santiago 160 mantiene la fachada de la casa de adobe destruida por el sismo, como una manera de conservar la memoria arquitectónica de la urbe siniestrada. El martes 2 de diciembre, a las 11.15 horas, salgo hacia La Serena. Deseadas visitas a Sotaquí, Punitaqui, Monte Patria y otros lugares interesantes, quedaron pendientes para un futuro regreso a esa hermosa y cálida ciudad.
Me fui de Ovalle con la alegría de haberme reencontrado con un nuevo paisaje que complementó espléndidamente el que mantenía atesorado, tan nítido, en mi recuerdo. La foto muestra una vista parcial de la ciudad.

jueves, diciembre 18, 2008

Cincuenta años después

La ciudad de Illapel se tiende con sus largas calles tranquilas, silenciosas, y sus casas ya comienzan a escalar los cerros que la rodean.

Hola amigos:
Cincuenta años después, he vuelto a caminar por las calles de Illapel, Salamanca, Ovalle, Coquimbo y La Serena y a transitar por los viejos senderos del recuerdo. Durante una fugaz escala en Santiago, he revivido hermosos instantes de mi infancia lejana y he proyectado en el telón, algo raído de mi memoria, imágenes de episodios vividos, junto a mi familia, en mi hogar, en Purén.
El martes 25 de noviembre, visité la interesante exposición sobre la vida y obra de Diego Rivera y Frida Kahlo, en el Centro Cultural del palacio de La Moneda. Enseguida, fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, donde solicité a un funcionario el primer número de la revista Simbad.
-¿En qué fecha circuló?
-Debió ser en septiembre de 1949, respondí.
Minutos después, su ayudante llegó con tres tomos empastados. Al hojear los ejemplares, que lucían en perfecto estado de conservación, como si hubieran salido recién de la imprenta, pasé veloz de la nostalgia a la alegría; de la fantasía a la emoción; del recuerdo a la magia de reconstruir en mi mente la querida escena familiar. Me pareció volver a leerlos, junto a mi padre y a mi hermano menor, frente a la blanca lámpara de porcelana a parafina, coronada por un largo tubo de cristal que alargaba la llama permitiéndole inundar de luz la inmensa sala del comedor. Más arriba, colgada del techo, una ampolleta mostraba tímidamente su filamento pintado de rosado suave, debido al bajo voltaje que el alumbrado domiciliario tenía en las noches.


Tal como lo recordaba, la edición número 1 tenía en su portada el dibujo del marino aventurero, sobre un fondo azul. En su parte superior, el nombre Simbad y su precio: $2. La fecha era: 8 de septiembre de 1949.

Mientras la lluvia azotaba los postigos de las ventanas y la casa crujía empujada por el viento huracanado, leíamos en voz alta las aventuras de Simbad y nuestra imaginación nos transportaba a los sitios donde nuestro héroe realizaba sus audaces y riesgosas acciones. Cada ejemplar nos regalaba nuevos capítulos de grandes obras de la literatura universal, cuentos y jocosas tiras de dibujos.
Esa tarde, dejé la Biblioteca con la cabeza llena de recuerdos que la multitud que colmaba la Alameda no lograba disipar.

La alameda Ignacio Silva atraviesa Illapel, una ciudad extendida a lo largo, entre dos cadenas de cerros.

En la mañana del jueves 27, viajé a la provincia de Choapa. Al pasar frente a La Calera recordé la noche del lunes 8 de septiembre de 1958. A las 21.00, quienes viajaban en el tren hacia el norte, eran vacunados contra la viruela, apenas compraban sus pasajes. “A mí ya me vacunaron”, aseguraban quienes temían a la inoculación. Pero, su argumento era inútil si no portaban el comprobante que lo acreditara. Apenas el largo convoy abandonaba la estación, el conductor recorría los carros pidiendo “todos los boletos y el comprobante de vacuna”. Quien carecía de él era bajado en El Melón, y debía volver a La Calera. Perdía su pasaje. En el andén, decenas de personas que habían intentado burlar a las autoridades permanecían vigiladas por Carabineros. A las 3.00 horas de la madrugada siguiente arribé a la Ciudad de los Naranjos.


En un tiempo, la alameda Ignacio Silva y la plaza de Armas fueron embellecidas por numerosos naranjos, con sus hermosas flores de azahar y, después, con sus dorados frutos. Lamentablemente, no se han re plantado los que habían sido arrancados.







Entonces, unos 11 mil habitantes vivían en esa localidad, en viviendas que cubrían unas sesenta manzanas, extendidas sobre la suave planicie del flanco oeste del río Illapel. La alameda Ignacio Silva y su amplia y hermosa plaza fueron sombreadas por frondosos árboles, entre los cuales los naranjos sobresalían con sus azahares y, después, con sus frutos. Casi todos fueron arrancados cuando se amplió la avenida en aras de la modernidad. Lamentablemente, nunca los recuperaron. Junto a algunos postes del alumbrado público o de teléfonos, vecinos de todas las edades se agrupaban para escuchar la música que los parlantes instalados por la municipalidad emitían, en las tardes. Eran muy apreciados por la población, porque en esos años la ciudad carecía de una radioemisora local. Hoy existen siete, algunas locales, como Radio Illapel, Radio Municipal y otras. En la actualidad, la comuna tiene un activo comercio, fortalecido por el progreso experimentado tras la apertura de nuevas rutas de acceso.
Ahora, mientras viajo al norte, a través de la ventanilla del bus, veo a mi derecha el río Illapel. Corre serpenteando a los pies de los cerros, bajo un cielo intensamente azul, entre las casas de los campesinos, rodeadas de árboles y huertos. Las viñas, los paltos, las innumerables especies de árboles frutales contrastan con la serranía hostil y las poderosas montañas que dominan los valles. Más allá, en grandes extensiones de tierras no cultivadas, sólo los bizarros cactus se alzan imponentes, con sus raíces clavadas en las rocas, en larga espera de la lluvia.














Del edificio donde funcionó el periódico La Opinión del Norte, de Illapel, hoy sólo queda la puerta y un retazo de su antigua fachada, en la alameda Ignacio Silva 124.

En un segundo viaje a Illapel, el 12 de abril de 1962, colaboré con La Opinión del Norte, cuyo director era don Fernando Fauda Moraga, un experimentado periodista a quien los illapelinos deben innumerables iniciativas de bien público. Ahora, cumplí mi deseo de expresarle a su viuda, señora Blanca Vega, mi admiración por ese noble y sacrificado comunicador social, enamorado de su profesión y de ese pueblo. Disfrutamos de una amable conversación, marcada por instantes cargados de emotivos recuerdos. Ella, una extraordinaria mujer, realizó durante muchos años, junto a su esposo, la hazaña de editar un periódico en una localidad que contaba con muy pocos avisadores y la competencia de otras publicaciones.

Los jacarandás, con sus flores tubulares de color azul violáceo, los ceibos y otros árboles florales, regalan sombra y belleza al transeúnte en calles y en la plaza de armas de Salamanca.
El viernes 28, fui a Salamanca, una hermosa ciudad, rica en la más variada vegetación. La mayoría de sus casas tiene sus patios llenos de árboles cargados de verdes, amarillos y dorados frutos. En sus calles, los jacarandás, con sus flores tubulares de color azul violáceo, regalan sombra y belleza al transeúnte. Diversos árboles florales, entre los que los ceibos exhiben sus rojas brasas encendidas, circundan su acogedora plaza de armas, presididos por una gigantesca antigua conífera. Habitada por unas 24 mil 500 personas, tiene muchos lugares interesantes, pero volví a Illapel antes de lo previsto, porque los buses tenían todos sus pasajes vendidos, pues los mineros viajaban a pasar el fin de semana largo a Santiago y a Valparaíso.

















Mientras recorría una de las calles de Illapel, encontré a don Pedanor Cortés, un ex minero quien vivió muchos años encorvado sobre o dentro de las áridas montañas, arañando las piedras para extraer el oro, la plata o el cobre.

A mi regreso, visité la Casa de la Cultura, frente a la plaza, donde me reuní con el escritor illapelino, Claudio Araya Villalonga, autor de “La Ciudad de los Naranjos que cantaba” y “Choapa Leyendas de mi tierra”. En sus interesantes obras, revela un original estilo y un diestro manejo del lenguaje que hacen muy grata la lectura de sus libros. Ojala, otras publicaciones suyas salgan pronto a la luz pública. El sábado, viajé a Ovalle, la perla del Limarí. Pero, sobre eso tratará la próxima historia.

lunes, marzo 17, 2008

Atravesamos el Río de la Plata

El monumento a la carreta, situado en el parque Batlle y Ordoñez, es una de las más admirables obras del género escultórico, creadas por José Leoncio Belloni.
Después de carretear, desganado, por la pista del Aeroparque Jorge Newbery, el avión de Aerolíneas Argentinas dio un brinco sobre el Río de la Plata, en cuyas aguas color chocolate un velero parecía detenido, pese a que el viento de la tarde hinchaba sus espléndidas velas multicolores. Desde el Occidente, el sol encendía un arco iris doble, en la cara de un gigantesco cúmulonimbus que desataba una tormenta sobre Buenos Aires. Desde la altura, disfrutamos del inmenso mosaico formado por los rectángulos de diversos cultivos, en distintos tonos de verde. Era como si los campesinos uruguayos nos dieran una amable bienvenida con una sinfonía de agradables colores. Y, en menos que canta un gallo, la aeronave del vuelo AR1210 se posaba sobre la losa del Aeropuerto de Carrasco, en Montevideo.

En la avenida 18 de julio visitamos la Fuente de los Candados. La leyenda dice que "si se le coloca un candado con las iniciales de dos personas que se aman, volverán a visitarla y su amor vivirá por siempre".
Minutos después, Ida y yo pedimos al conductor de un taxi que nos llevara al hotel Europa, situado en la calle Colonia, a una cuadra de la avenida 18 de julio, la principal arteria comercial y financiera de la urbe. Viajamos, primero, por una carretera rodeada de predios agrícolas, numerosas quintas y parques que abundan en esa zona de la ciudad y, después, por modernas y anchas avenidas. Rodeamos numerosas rotondas y plazas en las que sobresalían hermosos monumentos, en su mayoría con motivos patrios. En el poniente, la tarde pintaba rojas nubes en el cielo de Montevideo.







Dos hermosas jóvenes montevideanas, con simpática paciencia, respondieron amablemente mis múltiples preguntas sobre el mate, bebida tradicional de los uruguayos que beben con deleite, pese al amargor de la yerba, en cualquier lugar y circunstancia.

Después de que nos instalamos en la pieza 702, salimos a explorar el centro, donde circulaba mucho público, pese a tratarse de una noche de sábado. Los montevideanos parecen vivir en forma muy relajada, disfrutar de una tranquilidad que no se ve en las calles de otras ciudades, incluso en los días laborales. Nos sorprendió ver a muchos jóvenes caminar reposadamente bebiendo mate con sendos termos bajo el brazo. Otros llevaban materas – estuches de cuero donde transportan mate, bombilla, yerba y el termo con agua caliente- y se sentaban en un banco u otro lugar, en su plaza preferida y libaban su aromática, aunque amarga infusión, que compartían con sus parejas, integrantes de su familia o amistades.










El tango es la otra pasión de los uruguayos. En las tardes, en las plazas, grupos de personas se reúnen y bailan tangos y milongas.

En cifras porcentuales, los uruguayos son los mayores consumidores de mate en el mundo. Estadísticas señalan que un 85 por ciento lo beben, en cualquier lugar y circunstancia. En el elegante barrio de Carrasco, vi a una pareja hacerlo bajo la intensa lluvia que caía en la tarde del lunes. Sólo en los buses está expresamente prohibido consumirlo, porque muchas personas se clavan la bombilla en el paladar u otras partes de la cavidad bucal, cuando los vehículos frenan en forma brusca e intempestiva.


El monumento El Entrevero, creado por José Belloni, en homenaje a los héroes anónimos uruguayo, se alza en medio de la pila en la plaza Fabini.
En la fresca mañana del domingo, bajo un limpio cielo azul, paseamos por avenida 18 de julio en dirección al poniente, donde visitamos la plaza Cagancha, en cuyo lado sur este se encuentra el majestuoso edificio de la Corte Suprema de Justicia. En el medio de la avenida, se levanta la estatua de la Libertad u Obelisco de Montevideo. Una cuadra y media más allá, ingresamos a la plaza Ingeniero Juan Pedro Fabini, en cuyo corazón contemplamos el monumento El Entrevero, creado en homenaje a los héroes anónimos uruguayos.
La estatua de la Libertad, u Obelisco de Montevideo se levanta en el centro de la avenida 18 de julio, en la plaza Cagancha.
En la misma dirección, a sólo tres cuadras de distancia, la Plaza de la Independencia marca el límite entre la Ciudad Vieja y el sector céntrico, conocido antes como Ciudad Nueva. En su centro, se levanta una gran estatua del héroe nacional José Gervasio Artigas, cuyas cenizas reposan en un mausoleo subterráneo, que los viajeros visitan en respetuoso silencio.



El ánfora contiene las cenizas mortales del héroe nacional uruguayo José Gervasio Artigas.

En una esquina se alza el palacio Salvo, que con sus 95 metros de altura, fue en 1928, el segundo más alto de Suramérica, después del edificio Barolo, de Buenos Aires, levantado en 1923. En una de las esquinas de esa manzana, funcionó la fuente de soda La Giralda, donde en 1917, la orquesta típica de Roberto Firpo interpretó, por primera vez, el tango La Cumparsita, compuesto por el uruguayo Gerardo Matos Rodríguez.











El palacio Salvo fue tras su inauguración el segundo más alto de Suramérica.



Pocos metros más allá, pasamos junto a la Puerta de la Ciudadela, fundada en 1742. Hasta 1829, Montevideo estuvo cerrado por una muralla que la protegía de posibles invasiones. Caminamos dos cuadras por calle Sarandí y llegamos a la Plaza de la Matriz, llamada así por la Catedral Metropolitana, o, Plaza Constitución, porque allí se juró la primera Carta Fundamental, el 18 de julio de 1830.
La plaza Zabala de Montevideo, una plaza íntima y pequeña, como la describió el actor y escritor chileno, Rafael Frontaura.
Y, mientras el sol de mediodía brillaba y calentaba con mayor intensidad y no se veía un alma en esas calles desiertas, arribamos a la Plaza Zabala, que yo conocía desde los años sesenta, a través del libro “Trasnochadas” de Rafael Frontaura. El célebre actor, escritor y poeta chileno la calificaba como “una plaza íntima y pequeña” Y añadía que “no es una plaza para las retretas,/ de los días domingos o de tedio,/ es una plaza para los poetas,/ que sufren una pena sin remedio”. Cruzamos la puerta de la antigua reja metálica que la cierra y observamos la estatua ecuestre de Mauricio Bruno de Zabala, quien fundó la ciudad de Montevideo. Ida conversa con dos vecinas que descansan a la sombra de un árbol, otras dos comparten un mate, mientras sus hijos juegan montados en los corderos metálicos laterales que forman parte del monumento.


Dos amables vecinas nos tomaron esta fotografía durante nuestra breve visita a la Plaza Zabala.

Después de almorzar en el mercado, regresábamos a nuestro hotel para capear el calor. Al llegar a una esquina, un taxista frenó bruscamente su vehículo y apuntó con su índice a un niño de unos once años, de cuya presencia no nos habíamos percatado. El muchacho, que circulaba por la vereda del frente a la nuestra, se sintió sorprendido y huyó. El conductor nos advirtió:
- Cuidado, no salgan a la calle con sombreros para protegerse del sol, ni usted, señora, con cartera, porque se convierten en presa fácil de esos delincuentes – enfatizó, y siguió su marcha.
Luego, nos dimos cuenta de que muy pocas mujeres usan cartera. El taxista que nos había llevado desde el aeropuerto al hotel nos alertó contra los peligros que acechan a los turistas, especialmente en la Ciudad Vieja, pese a que existe una policía dedicada a proteger a los visitantes. Desde que asumió el gobierno izquierdista de Tabaré Vásquez, aseguró, la delincuencia callejera crece, sin parar, en Uruguay. Yo tengo que llevar un revólver, desde que sufrí un asalto, añadió.
La puerta de la Ciudadela marca el límite entre la Ciudad Vieja y la urbe moderna de Montevideo.
El lunes, contratamos un City tour, que pese a que ya habíamos visitado más de la mitad de los lugares de atracción turística, resultó muy conveniente, porque nos permitió conocer otros aspectos interesantes sobre los lugares que visitamos, la ciudad y el país. Esa tarde, sentados en un banco de una plaza montevideana pasábamos revista a los más hermosos instantes vividos durante la jornada, mientras los pájaros hacían hervir, con sus aleteos, las hojas de un árbol frondoso y, en medio de un concierto de trinos, buscaban el mejor lugar donde pasar la tibia noche de febrero.
Ida posa junto a uno de los fornidos bueyes que tiran La Carreta, el hermoso monumento escultórico montevideano.
El martes, después de hacer un último y rápido recorrido por el centro comercial de la urbe, regresamos a Buenos Aires y, desde allí, el miércoles a San Pedro de la Paz, en la Región del Bio Bío, en el sur de Chile. Al dejar la ciudad, irrumpieron nítidos en mi memoria estos versos de Rubén Darío que leí cuando niño: “Montevideo, copa de plata,/ llena de encantos y de primores./ Flor de ciudades, ciudad de flores, / de cielos mágicos y tierra grata”. Tenía toda la razón.

martes, marzo 11, 2008

Un corto, pero lindo viaje

Los cuatro interesados y alegres viajeros, Ida, yo, Tomasito y mi hijo Francisco visitamos la galería Pacífico, en calle Florida, momentos después de haber arribado a Buenos Aires.
Hola amigos:
Hoy, quiero compartir con ustedes las vivencias de un corto, pero lindo viaje que Ida y yo hicimos entre el 19 y el 27 de febrero a Buenos Aires y Montevideo. El periplo se había gestado hacía unas dos semanas en la casa de Francisco Eduardo, como un inesperado regalo de cumpleaños para su hijo mayor, Tomás Eduardo Gatica Salas, quien deseaba conocer la capital argentina. Se trataba de un justo premio por los excelentes resultados que obtuvo en su año escolar. Una tarde, mientras Ida y yo le visitábamos en su hogar, nos extendió la invitación a nosotros, pero debíamos hacer los preparativos con mucha reserva, porque sus padres querían darle una sorpresa.










Tomás muestra, emocionado, sus pasajes de ida y vuelta a Buenos Aires, durante su fiesta de cumpleaños.
Durante una once realizada el 15 de febrero, con motivo de cumplir ocho años de edad, tras abrir los regalos de todos los presentes, Francisco preguntó a Tommy:
- Que te regalé yo?
- No sé…¿Qué será…?, interrogó, dubitativo.
- Este es mi obsequio – dijo Francisco, extendiéndole los pasajes de ida y vuelta a Buenos Aires. Tomasito los miraba, temblando de alegría y emoción.

La sorpresa de vernos en el aeropuerto de Pudahuel se refleja en el rostro de Tomás, al entrar en la sala de embarque del aeropuerto de Pudahuel.
Sin embargo, ignoraba que Ida y yo iríamos con el y su papá. Guardamos el secreto hasta el final. El martes 19 de febrero, nos juntamos, alrededor de las 13.40, en la sala de embarque del aeropuerto de Pudahuel. Tommy tuvo su segunda sorpresa, porque pasada la medianoche le habíamos dejado en el Terminal de buses de Collao y, como por arte de magia, pocas horas después, le esperábamos allí en Santiago.

Tomás baila feliz cerca del obelisco pocas horas después de haber arribado a la capital argentina, en la noche del martes.










A las 15.10, salimos con rumbo a la Cordillera de Los Andes en el vuelo, LA 445. y a las 18.05, hora local, llegábamos a Ezeiza. Después de instalarnos en el hotel Frossard, en Tucumán al llegar a Maipú, salimos a recorrer el centro bonaerense y en la cálida noche porteña, Tommy bailaba feliz junto al Obelisco.
El miércoles 20, en la mañana, visitamos diversos lugares turísticos y, luego, ellos fueron al zoológico, el Luna Park y otros sitios interesantes. Mi nieto destacaba que lo que más le gustó fue el espectáculo ofrecido por las focas y lobos marinos. También, le impresionó el dragón de Comodo, que tiene el parque bonaerense.

"En la hora incierta de la tarde, cuando los ángeles derraman lo imposible", como dijo un escritor anónimo, visitamos el famoso Café Tortoni.




Ida y yo acudimos al histórico y prestigioso Café Tortoni, “en esa hora incierta de la tarde, cuando los ángeles derraman lo imposible”, como señaló un autor anónimo. El establecimiento situado en avenida de Mayo 825, ha sido desde 1858, punto de reunión de intelectuales y artistas argentinos, americanos y europeos, entre los que sobresalen, Jorge Luís Borges, Alfonsina Storni, Carlos Gardel, Luigi Pirandello, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Arturo Rubinstein, y muchos otros. Sus paredes, siempre iluminadas, exhiben una abigarrada muestra de obras de arte, dibujos, pinturas, vitrales, esculturas, fotografías, objetos antiguos que representan una parte importante de la historia del local y de la ciudad, en cuyo corazón está situado.

Vivimos un grato encuentro con un pasado que muchos argentinos y extranjeros veneran.

Al fondo del espléndido local, en un pequeño museo, un grupo de poetas argentinos y españoles nos invitaron a participar en una tertulia y, a la izquierda, otros artistas ofrecían a los parroquianos un espectáculo de canto y baile y un curso de tango. Penetramos en la pequeña, pero acogedora sala. En el proscenio, una pareja ensayaba los pasos de una milonga. En fin, vivimos un grato encuentro con un pasado glorioso de la literatura, las artes y la bohemia bonaerense, que muchos argentinos y extranjeros veneran todavía.
En medio del calor achicharrante del mediodía, Francisco y Tomás posan cerca de la Casa Rosada.
El jueves, Francisco y Tomás visitaron Caminito, la Bombonera, el famoso estadio de Boca Juniors, y otros lugares de interés. Ida y yo fuimos a la ciudad de La Plata, situada a unos 56 kilómetros de Buenos Aires, en un tren que salió a las 10.30, desde la imponente estación General Roca. Literalmente, fue un viaje duro y largo, porque los sufridos pasajeros debimos ocupar mortificantes asientos de metal, mal pintados de azul, y soportar la lentitud de un convoy que cubre esa distancia, similar a la que separa a Concepción de Santa Juana, en más de una hora y media. Una pasajera me contaba que usar ese medio de locomoción es muy riesgoso, porque numerosos delincuentes suben a “trabajar” a los carros, en las horas cumbre, especialmente en la estación de Quilmes, sin que la policía les moleste.

Al fondo, la imponente catedral neogótica de la Inmaculada Concepción, de La Plata.


Al mediodía, arribamos a La Plata y, después de almorzar, fuimos al centro. En el trayecto, desde el taxi, disfrutamos de la belleza de algunos de sus decenas de monumentos, sus numerosos parques y sus anchas avenidas. Después de que Buenos Aires fue declarada capital del país, los gobernantes decidieron construir una urbe que funcionara como cabeza de la provincia. Es una de las pocas en el mundo proyectadas antes de que fuera construida.







Una de las torres de la Catedral, captada desde la altura de su compañera.




El ingeniero francés, Pedro Benoit diseñó su centro administrativo y la imponente catedral de la Inmaculada Concepción, que comenzó a ser levantada en 1884, dos años después de la fundación de la ciudad. Las obras finalizaron en 1999, cuando se le instalaron las torres, de material más liviano, que no amenazara la integridad de la inmensa construcción, levantada sobre terreno muy húmedo y cruzado por un canal subterráneo. Tras visitar el museo, subimos en el ascensor a una de ellas, desde donde contemplamos maravillados, desde unos 65 metros de altura, el hermoso paisaje arquitectónico.

Desde una de las torres de la catedral, a unos 65 metros de altura, vemos al fondo el edificio de la Municipalidad de La Plata.
Momentos después, volvíamos a la estación de Ferrocarriles para regresar a Buenos Aires. Antes de subir al tren, un guardia ferroviario me sorprendió mientras captaba una vista del convoy y me advirtió que no lo hiciera, porque estaba prohibido fotografiarlo. No supo darme una razón. Al parecer, la medida obedece a vergüenza institucional, por el deplorable estado en que se encontraba. Mientras nos cruzábamos con otros trenes que volvían a La Plata, observamos como corrían llenos de trabajadores, con sus bicicletas, muchos de ellos sentados en las pisaderas, pese a las recomendaciones formuladas por las autoridades. Pero, esa nube gris fue demasiado pequeña y no alcanzó a oscurecer, para nada, el hermoso panorama del que habíamos disfrutado. Sólo lo menciono para que quienes vayan a esa bella ciudad, modelo urbanístico en América, elijan otro medio de transporte si desean ir en forma cómoda y segura.

El viernes teníamos proyectado ir los cuatro a la ciudad de Tigre para navegar en catamarán por el río Paraná. Pero, San Isidro descargó una lluvia persistente que, si bien moderó un poco la elevada temperatura ambiente, nos obligó a quedarnos en la capital.






Ida, Tomás y yo somos retratados por Francisco, en las afueras de la Iglesia de la Recoleta.


En la mañana, visitamos el interesante museo de la Iglesia de la Recoleta y, después de almuerzo, el Museo Participativo de Ciencias, donde se advierte al público que está “Prohibido NO tocar” y que pueden entrar quienes tengan entre tres y 90 años de edad. Mi nieto hizo gala de sus conocimientos y habilidades en la mayoría de los experimentos que el establecimiento ofrece a sus visitantes. Y, el sábado, en la mañana, nuestros compañeros de viaje regresaron a su casa, en San Pedro de la Paz, donde Tommy les mostró a su mamá, Marcela y a su hermano Martín, las innumerables fotografías y videos que captó y les describió, en detalle, los interesantes lugares que conoció. Había cumplido un sueño. Horas después, Ida y yo salíamos hacia Montevideo, la hermosa capital uruguaya. Pero, ese será tema de mi próximo relato.
Tomasito participa en una de los experimentos durante nuestra visita al Museo Interactivo de Ciencias en el barrio Recoleta.